A mí me contaron una historia triste. Era sobre un chico que jugaba al fútbol mientras su mamá bajaba la vereda con dos bolsas de leche y otra de naranjas.
El chico tomó el balón con las manos y rezó al cielo por meter en el arco ese último gol que le daba la victoria a su equipo y que dedicaría a su madre y a los macarrones (le sabían a gloria) que estaba seguro comería al almuerzo. Cuando el balón dio en el arco y rebotó al centro del campo, el chico se arrodilló en el pasto seco y pidio perdón. Dijo que no sabía de qué le hablaban. Que él no había jugado nunca a la guerra ni siquiera con esa pistola de caucho que le prestó alguna vez Miguel, el gordo. Que su mamá tampoco jugaba a eso, porque era muy nerviosa y no solía desmayarse en el campo de juego, ante el miedo de un gol en contra. La mamá de miguel llegó una hora más tarde de lo acostumbrado y encontró el balón de su hijo en el arco. Celebró el gol que por culpa de Don Jeremías y de las vueltas del billete de 20 mil no pudo celebrar con vítores y saltos de alegría. Tomó el cuerpo de su hijo que yacía en el suelo en la posición que toman las estrellas de los grandes equipos cuando ganan los partidos definitivos y besan el terreno de juego. Le dio un beso en la mejilla ya blanca y fría de su hijo y se lo llevó a la cama. Le susurraría el oído que por fin había reunido las 283 monas para el álbum de figuritas que hacía tanto le había prometido.
Cuando terminaban de contarme la historia, yo lloraba por tí, víctima. Y te pedía perdón por tí y por todos y por último, rezaba al cielo porque mañana no lo olvide.