Ayer, cuando quiso contarme todo, gire mi cuerpo hacia el lado contrario de la cama como previniendo aquel momento tan incómodo. Pero, era inevitable. Sus primeros sollozos empezaron a dispersarse por toda la habitación, por mis oídos, por mi cuerpo. Quería encender la lámpara, aumentar gradualmente el ritmo de mi respiración para que escuchara un silbido de sueño profundo, como el de las caricaturas que pasan por televisión.
Quise pararme de la cama y prender la radio. Cantar esa canción con mi voz desafinada, melancólica de siempre. Quise servirle un trago, acomodarle dos almohadas en el cuarto de enfrente para que descargara su pena en el alcohol, en el misterio del vaso medio lleno y la puerta cerrada.
Pero, él seguía llorando. Entonces, presa en las sábanas y en el temor, me abanadoné en sus lagrimas y sollozos que arrullaron mi sueño exraviado. Experimenté el placer perverso de las villanas de telenovela, el mismo que les dibuja una sonrisa perfecta mientras el nivel de tristeza de su víctima aumenta. No quería que dejara de llorar. Por fin, el imnosio que me aquejaba hacía varias semanas terminaba.
Entonces, tomé su mano en agradecimiento, sin soltarla, pero sin acariciarla. Lo que siguió después fue el más dulce de mis sueños. Uno en el que él no lloraba y se despedía de mí para siempre con un beso en mi frente y nuestras manos entrelazadas.