Cuando tu venías caminando, y pensabas en tu trabajo, en las carcajadas anticipadas y en el almuerzo deshabrido que cocinó tu esposa, yo venía pensando. No en ti. No en ella. Si no en mi. En nada.
Y nos encontramos. Te saludé con un beso. Me miraste y me diste un tímido abrazo. Nos quedamos en silencio y te pregunté por la reunión a la que ibas. Me contaste apenas lo necesario como para salir del paso, mientras yo me ahogaba en mis propios pensamientos tristes y te miraba sin dejar de consentir, jugando el mismo juego que juegan dos personas que se aman tanto como para no indagar en sus más íntimos secretos.
Te volví a besar y te dije que nos veríamos en un rato. Me dijiste lo mismo. Seguiste tu camino y yo el mío. Miré hacia atrás para ver si ya te habías ido y me detuve. Miré mi rostro triste en el reflejo del vidrio trasero de tu carro, en el parqueadero. Pensé en tí, en mí. En que lo había intentado otra vez. Y otra vez, había perdido. Que por más que trato de olvidarme de mí, de la esperanza, vuelvo a esperar, a confiar, a hacerle a San Antonio y a otros santos no tan santos, la misma plegaria, con nuevas condiciones y cláusulas.
Luego, subí las escaleras y antes de timbrar, sequé mis lágrimas y me quedé viendo por el ojo mágico de la puerta. La vi a ella. Timbré. Abrió la puerta. Me abrazó. Entonces, le pregunté por el último capítulo de la novela.