Tengo las manos untadas de pegante. Doblo en cuatro pedazos el día y luego, con las tijeras que nunca aprendí a manejar en el jardín, corto el doblez que da por la mitad; sí, el que está señalado con línea punteada. Caen tres gotas de sangre.
El día está sucio. El pegante de mis dedos déjó rastro en las palabras de ellos, están grises. Sucios. Cada vez que me acerco a ti, mis dedos se pegan a tu cuerpo, se pegan para no separarse. Ya he lavado mis manos varias veces, pero el pegante no cae.
Doblo nuevamente el día en cuatro pedazos. La regla bañada en lágrimas de desesperación se resbala dos, tres veces de mis dedos pegachentos. El lapiz no traza camino alguno. Se cae al suelo. Se parte.
Mis manos sudan y el pegante empieza a caer. Ahora están grises también. No me pidas que te toque. No sé cómo hacerlo. No te quiero ensuciar. No, hasta que el sudor de mi cuerpo se lleve consigo cada marca, cada recuerdo, cada lágrima.
Ya voy. Espérame, tengo que poner el día de hoy en mi mesa de noche.